55 Años de Profesión

ULTIMO TRAMO
Ha sido un largo recorrido, lleno de maravillosas experiencias.
No dejemos que se pierdan en el camino.
Este Blog invita a cada uno de los compañeros de la Generación 1967 a contar su historia y compartirla con el resto.

MI BALNEARIO DE LOS RECUERDOS por Lázaro Wisnia Gurovich

MI BALNEARIO DE LOS RECUERDOS

por Lázaro Wisnia Gurovich

Era un pueblo pequeño, sin ninguna pretensión de ser ciudad: solo unas pocas calles pavimentadas , poco tráfico de automóviles y otros vehículos, una plaza central muy acogedora, bastante gente local y veraneantes como nosotros caminando en todas parte. A las pocas horas de llegar cada año nos sentíamos ya en casa.

Llegábamos de Santiago  después de 3 horas -3 horas!—en viaje en el tren ordinario. Con maletas, paquetes y otros enseres propios de unas vacaciones que habitualmente eran de un mes completo. Esa era la tradición en Chile, un mes completo, no importa cuán pobres podría ser uno, menos que eso era mejor quedarse en Santiago, no valía la pena.  Esas eran vacaciones de verdad, no  de solo una semana o menos aun un fin de semana largo que aquí en el USA la gente se acostumbra a tomar.

El viaje en tren desde Santiago era toda una aventura. Llegar a la hermosa Estación Central en la Alameda abajo,  hoy en desuso como tal.  Subir al coche de tercera, encontrar asientos para toda la familia y lugar para las maletas y numerosos paquetes era todo un desafío.  El silbido de la locomotora en cada partida, el traqueteo inicial para mover esa enorme maquinaria, con todos los carros que le seguían abarrotados de veraneantes,  y el ruido de la locomotora, más bien música a mis oídos infantiles, eran magia pura para mí. Nunca se me ha olvidado, lo mantengo entre los recuerdos más hermosos cerca de mi corazón de niño:  Fiuuuuuuuuuuuuuuu………traca, traca, traca Fiuuuuuuuuuuuu…uuu………Hago un esfuerzo casi gnóstico, onomatopeya, para ponerlo por escrito y me quedo corto. Y eso repetido en cada estación ya que por ser un tren ordinario, paraba en innumerables pueblos entre su partida desde  Santiago hasta llegar a mi balneario. Y cada parada era una aventura aparte, diferente. Ya no me acuerdo del nombre de las muchas estaciones: Talagante, El Monte, Melilpilla, Quillota y así. Por supuesto los dulces de Quillota eran parte obligada del viaje, lo mejor que nunca he saboreado, que en mi memoria le hacen la competencia a los sofisticados pasteles de Viena, Paris y Londres. Hasta que después me doy cuenta que Quillota es más bien del ramal de Santiago-Valparaíso, que memoria!

Si tenía que ir al baño durante el viaje en tren –o sea en el tren mismo-- yo tenía unos seis años, me aterrorizaba, necesitaba que un adulto me acompañara porque mi angustia era que el tren partiera y yo me podía quedar atrás y perderme…..!   En esa misma distorsión infantil,  recuerdo que cuando íbamos con mi familia  a las populares del Cine Almagro en Santiago –frente a la Plaza Almagro- los lunes con 4 películas por 8 pesos, al final cuando prendían las luces, yo no me movía de mi asiento, esperando ver a los artistas salir desde detrás del telón y cuando para mi sorpresa  e incredulidad eso no ocurría, preguntarle a mi mamá adonde se iban los actores al terminar la película. Una muestra de inteligencia precoz muy prometedora por cierto. Ya se pueden imaginar las explicaciones que mi mamá intentaba para satisfacer mi ingenuidad de niño.

Así pues llegábamos de Santiago al balneario con mi padre, mi madre  y mi hermano, y desde la estación, desempacábamos todo lo que se necesitaba para convertir esa humilde pieza de pensión en nuestro hogar por el mes completo en el verano mágico que comenzábamos a gozar desde el día mismo de nuestra llegada y toma de posesión. En una ocasión en particular después de todo ese trabajo de  descargar las maletas y los demás enseres muy bien empaquetados, incluyendo sabanas, toallas, y nuestras ropas personales, mi papa nos dio el lujo muy merecido de ir a esa calle de entrada al pueblo que parecía más moderna que el resto, a comer un hotdog y aunque no lo crean, ya lo sé, era rarísimo que ocurriera, ¡también una botella de coca-cola a cada uno de nosotros! Ahora de adulto, en que beber cualquier soda es como beber agua de la llave, es difícil imaginarse que significó ese momento de un lujo muy inusual beber esa pequeña botella de Coca-cola helada, era como un elixir que era solo la prerrogativa de un califa de los cuentos orientales y ahí estábamos mi hermano mayor y yo gozando de ese lujo oriental. Nos sentíamos millonarios por unos momentos!

Por varios años mientras éramos niños mi padre arrendaba una pieza en una pensión, que compartíamos mi mama, mi hermano y yo. Mi padre se volvía a Santiago, él seguía trabajando en el verano, él no tenía vacaciones, tenía que mantener a una familia de cinco, llegaba los viernes de noche y se volvía a Santiago el domingo. La pensión –a veces diferente de un año a otro-era siempre alguna casa modesta, antigua, con un corredor largo, un  comedor central y varias habitaciones a ambos lados, ocupados por los veraneantes y otros pensionistas de estadías más largas. Todo muy limpio y acogedor y la comida apropiada. Yo me hacia amigo de algún otro muchacho de mi edad y ese sería mi “mejor amigo” por las vacaciones. Mi madre trababa conocimiento con varios de los otros pensionistas, con algunos conversaba más, todo un mundo que al acabar las vacaciones desaparecía y esas personas nunca ms se verían de nuevo. Solo quedan los recuerdos, muy infieles a veces.

Éramos todos de un quehacer modesto, cada familia, que en realidad solo era compuesta de la madre y uno o dos niños presentes, cada una arrendaba apenas un cuarto, dentro de esa casa vieja, antigua, con un baño común y un comedor común que compartíamos civilmente en las horas convenientes con los otros veraneantes. La dueña de la pensión se mantenía el resto del año con lo que lograba juntar en esos meses de verano. Yo era feliz. Ese cambio de nuestra casa modesta en Santiago, en el barrio de San Diego, y la Plaza Almagro era reemplazada por un cuarto único en esas vacaciones que para mí era como un castillo mágico que me transportaba a lugares de aventura: la plaza del pueblo, la estación de trenes, las dunas, ¡Y ciertamente la cercanía del mar!   Y el cine local, el único que existía en el pueblo, el cine Rex –¿por qué será que los cines locales  en todos los pueblos parecían llamarse Cine Rex?, debe haberles dado un aire de Hollywood de los años 40”.

Casi todas las mañanas la rutina era después del desayuno, mi madre y yo nos íbamos a la playa. Por supuesto, el pueblo en cuestión es un balneario, pero la realidad es que la playa quedaba en las afueras, a una buena distancia del pueblo mismo. La caminata era casi de una hora en cada sentido. Pero era una caminata muy hermosa, atravesando el pueblo, recorríamos el camino a la playa, cruzando a lo largo de un bosque extenso, de abedules y pinos, enorme, hasta donde me alcanzaba la vista, Y finalmente llegábamos a la playa misma. La arena era extensa, con bastante gente para ser entretenida, sin ser abigarrada. Ahí nos quedábamos una 3-4 horas todos los días, nos juntábamos con alguna familia o amigos de mis padres que también veraneaban en el mismo balneario, y los niños hacíamos lo que hacen todos los niños en la playa: jugar, correr, jugar a la pelota, hacer castillos en la arena, crear hoyos cerca de la orilla y ver como el agua de mar quedaba atrapada, observar a los animalejos que salían de sus escondites en la arena, embetunarnos de tierra y lavarnos en el mar, un mundo interminable de pequeñas aventuras que no tenia limites. Y por supuesto como premio,--premio no se a que—luego aparecían los vendedores de pan amasado, “!panciiiito de huevooo!” gritando su producto, y era el pan calentito más rico que nunca he saboreado. Finalmente colectábamos todas nuestras cosas y emprendíamos el viaje de regreso, y con las bolsas en las manos caminábamos otra hora cada uno a su pensión respectiva. Una buena ducha, a almorzar y una siesta. 

¡Era el Paraíso terrenal!

Valga notar que las familias más pudientes entre nuestros conocidos veraneaban en lugares más de moda en la época, más sofisticados, como Viña del Mar, con muchos restaurant de renombre y avenidas elegantes y que aparecía para mí como un sueño dorado e inalcanzable. En las demandas imperantes de la  escala social mi balneario no calificaba, y yo me sentía un tanto avergonzado de reconocer que mis vacaciones transcurrían allí, era como mencionar un pariente pobre. Pero era claro  que yo a mi corta edad siempre me sentí muy bien allí, verdaderamente en mi casa. Con los años me di cuenta porque.

Un paseo frecuente para mi mama y yo a  media tarde era a la estación, una magia enorme, de recuerdos dulces. Íbamos a esperar el tren de Santiago a Cartagena como última parada y que llegaba diariamente, no por nadie en particular, mi padre llegaba más bien los viernes tarde. Pero era una entretención que no se agotaba. La estación era una de esas clásicas de pueblo chico, muy bien arreglada, limpia, con un pequeño edificio de madera para información y venta de boletos,  con sus jardincitos y cómodos asientos para la gente esperando a los pasajeros que el tren traía misteriosamente de lugares incognitos. Era una variedad interminable ver a los pasajeros cada día algunos llegar y otros subir y desaparecer tragados por esos carros enormes que no hablaban y sin embargo decían mucho de otros lugares que yo desconocía. El ruido que hacia la locomotora y los carros que la seguían fielmente detrás, el silbido del conductor y luego del tren al partir, y el tracatraca al principio lento y luego con brío creciente, eran música para mis oídos. Esa estación de trenes llegó a ocupar un lugar muy especial en mi memoria y siempre compitió gallardamente con tantas otras que a lo largo de mi vida después visite en mis viajes o que leí al respecto, incluso competía aunque un poco más atrás, con aquella exuberante estación rusa en que Tolstoi pone fin al personaje de  Anna Karenina.

Volvíamos a la pensión, todo eso en mi balneario era caminando, no había movilización, ni la buscábamos y por supuesto no teníamos auto alguno. Almorzábamos y luego una siesta reparadora. O yo simplemente me saltaba la siesta y me iba con mi amigo a alguna de las aventuras que el mundo ahí afuera ofrecía.

La preferida para mí  como paseo eran las dunas. Con mi amigo caminábamos una buena distancia hasta llegar a esas que se veían como montañas para nosotros. Eran una fuente interminable de exploraciones y juegos, correr, subir a jadeo, dejarse caer y rodar de bajada, sabiendo que la blandura de las masas de arenas nos protegían de cualquier golpe, perseguirnos el uno al otro, reír, gritar, mirar desde las cumbres el mundo alrededor, en fin era un verdadero parque de diversiones gratis, que estaba ahí para cuando nosotros quisiéramos gozar de ese mundo interminable de risas y placeres infantiles. El único problema era que como niños en esa época no teníamos relojes, y solo la luz del día nos prevenía llegar tarde a de vuelta a la pensión y lavarnos para aparecer civilizados de nuevo. 

Las dunas, solo la palabra ya evoca en mi,  recuerdos muy hermosos y a la vez de aventuras, donde yo era libre y corría arriba y abajo con mi amigo, donde mi fantasía no tenía límites.
Otro lugar preferido era ir a pescar al famoso estero de Llolleo. La verdad es que no se que tenía de famoso. En algunos segmentos este era más bien una simple corrida de agua que no calificaba de rio, tan pequeño era en realidad el manantial y a su entrada al mar casi se secaba tratando de empujar la arena de playa que encontraba a su paso. Me imagino que en los inviernos con las lluvias torrenciales se ganaba el nombre de rio con más propiedad. Desde la pensión sería una buena media hora de caminata, pasando por las afueras del pueblo costero. Luego teníamos que elegir donde era el lugar más probable de pescar con buen resultado. Nuestras cañas eran rústicas, con un coligue largo, y un anzuelo que de alguna forma lo incrustábamos en el extremos de ese palo largo y con un sedal que lo seguía por detrás suficientemente largo para no dejar escapar a la victima de nuestras hazañas. Para ser dolorosamente honestos, las veces que fuimos a pescar, pocas veces conseguimos algo, no teníamos suerte o no sabíamos pescar, punto. De cualquier modo en una de esas ocasiones frustradas en que regresábamos con las manos vacías, al poco caminar nos encontramos con dos muchachos locales, pobremente vestidos, que sí tenían un buen espécimen en sus manos y nos lo ofrecieron por un par de pesos, que nosotros gustosamente aceptamos, para poder mostrar a la vuelta nuestros logros de pesca con mucho orgullo. Efectivamente nos ganamos la admiración de todos y mi madre cocinó una buena cena esa noche que compartimos con otros en la pensión. Y pensar que después en la vida uno critica a los políticos!

Con mi madre unas pocas veces fuimos también  a los balnearios vecinos a visitar un poco. Así conocí las Rocas de Santo Domingo, para mí un lugar a todo lujo,  e inevitablemente tomé conciencia de los diferentes niveles sociales y económicos en nuestras vidas; fuimos a la hermosa piscina municipal de Tejas Verdes –pueblo que después tendría la triste experiencia de ser un centro de detención y tortura durante la dictadura—; visita a San Antonio que siempre me encantó y maravilló, su puerto y sus calles siempre muy ocupados de gentío y tráfico comercial, para mí un imán de imaginación, una Nueva York en pequeño, y mucho antes que yo conociera la versión yanqui. Y luego Cartagena que era de un gentío interminable, masas gigantescas de veraneantes que casi no dejaban ver la arena de la playa, con múltiples hoteles y pensiones muy baratas, y un tráfico de autos y buses que la cruzaban sin interrupción. Era un loquerío comparado con el plácido vivir de mi balneario, pero un loquerío con mucha vida. Y ese era el límite geográfico de nuestras vidas en el verano. Eran las únicas salidas en que nos transportábamos en micros o en el mismo tren, las distancias no daban otra alternativa.

Ir al cine en el pueblo, era sumergirse en esa pantalla de imaginación, nunca para mi reemplazada en iguales términos con la que sería años más tarde el opio social de la televisión.   En esas populares donde mostraban 3 películas al hilo, sin interrupciones, una vez de chiripa me tocó ver  Caravana de mujeres, que en Ingles según aprendí mucho mas tarde  Westward the Women, con el popular Robert Taylor y basada en una historia de Frank Capra. Pero era calificada como pecaminosa, una película para mayores, y que tuvieron que mostrar obligados en el teatro Rex reemplazando a la tercera película del programa en cartelera que se les había demorado, el rollo de película venia en bicicleta de San Antonio, o sea que terminé viendo cuatro películas ese Viernes que llegaba mi papá de Santiago, y que me provocó un momento de culpabilidad mayor al volver tan tarde a nuestra pieza en la pensión.  Y mis padres preocupados por mi tremenda e inusual tardanza, que algo me habría pasado, algo terrible. En efecto, sin ellos saberlo yo había visto esa película pecaminosa, no permitida para mi tierna edad de 6 años. Afortunadamente para mí en esos momentos,   los teléfonos celulares no aparecerían por unos cincuenta años más!

Otro de los lugares mágicos para mí en el pueblo era el puesto de revista, un cuchitril muy pequeño que había a la vuelta de donde arrendábamos la pieza de pensión, me hice amigo del empleado y él generosamente me prestaba revistas de historietas infantiles que yo no podía darme el lujo de comprar. La Pequeña Lulú, el Condorito, el O’k, Quintín el Aventurero, El Peneca. Mi mundo intelectual estaba asegurado. Incluso una vez me prestó un número especial de La Pequeña Lulú, de unas cien páginas, en vez de las 20 acostumbradas. La magia se extendió por una semana completa. Desde entonces la seducción por la lectura no se detuvo más en mi vida de pequeño y después de adulto. Desde El Condorito y La Pequeña Lulú a James Joyce y Marcel Proust solo había un corto trecho!

Mi amigo más importante –el de turno por supuesto, porque mi mejor amigo, mi eterno amigo, nunca a ser reemplazado por otro, era único, especial, por lo menos mientras duraban las vacaciones, nos entreteníamos juntos, pasábamos horas jugando, haciendo todo lo que era permitido por los adultos, sin atrevernos, al menos yo a ser desobediente –ojala lo hubiera sido, habría crecido más normal!  En fin como pequeños lo pasábamos muy bien, hasta que las circunstancias cambiaban, se acababan el verano y las vacaciones, volvía al colegio y el amigo de turno era reemplazado por otro “ mejor amigo de mi larga vida” para entonces yo de solo 6 o 7 años de edad!. Y así, debo haber tenido en la niñez unos tres o cuatro “mejores amigos”, únicos, cada uno en su momento. Los recuerdo a algunos de ellos y lo bien que lo pasábamos, en el colegio algunos, en la calle donde vivía en Santiago cerca de la Plaza Almagro otros,  y por supuesto en el balneario de mi niñez. ¡Cuánto me gustaría ser pequeño de nuevo, revivir esos periodos de alegría y volver a ver a mis amigos, únicos en cada corto momento de mis recuerdos y volver a compartir las cosas tan importantes para nosotros entonces,  que hacíamos en esos tiempos idos!

Por un periodo largo en mi vida de adulto tuve una suerte de negación, que Llolleo nunca existió en mi vida hasta que más tarde lo redescubrí. Pasaron los años, muchos y cerca de 60 años después en una visita a Chile con el amor de mi vida, que luego sería mi esposa, Vera, la llevé a Chile y de visita a la costa a ver los lugares que se grabaron en mi imaginación  infantil. Arrendamos un auto y manejé desde Santiago por la nueva carretera que ahora solo toma una hora al litoral de la provincia de Santiago, en vez de las tres horas del tren ordinario de ese entonces. El paseo fue lindo, me di el gusto de compartir con Vera los lugares de los que yo me acordaba en la Rocas de Santo Domingo, Tejas Verdes, San Antonio, Cartagena más popular que nunca y por supuesto mi balneario, Llolleo.  Fue una mezcla de momentos divertidos, en Las Rocas cerca del mar, mientras manejaba,  de la radio del auto surgió muy apropiadamente un tango, paramos el auto, bajamos y bailamos al aire libre, a la orilla del camino, un buen rato al compás del bandoneón. Nadie nos interpeló por suerte, ni siquiera un carabinero de servicio.  Y le mostré a Vera las lindas vistas de la costa. Pero cuando llegamos a Llolleo fue una desilusión tremenda. Toda el área está industrializada, tuve que hacer un esfuerzo para encontrar las pocas dunas que han sobrevivido al progreso, la estación de trenes donde Vera y yo entramos a visitar y nos sentamos en lo que queda de estación, ya prácticamente no existe, es un lugar de almacenamientos, bodegas o algo así. Creo que quedan un par de rieles. Ya no llegan los trenes. La plaza ha perdido colorido, el cine Rex ya no existe. En fin toda mi niñez en Llolleo quedó solo en mi imaginación infantil. Me atreví a golpear a la puerta de una de las modestas viviendas en la calle frente a la estación, que eran las pensiones de verano de ese entonces, una señora me abrió, fue muy amable, pero no pudo recordar nada de lo que yo le pregunté. Todo ha quedado solo en mi imaginación, pequeñas historias que Vera escuchó con mucho interés y cariño. Mi balneario, Llolleo. 

…...    ¡Cuánto me gustaría ser pequeño de nuevo, revivir esos periodos de alegría y volver a ver a mis amigos, únicos en cada corto momento de mis recuerdos y otra vez compartir las cosas tan importantes para nosotros entonces,  que hacíamos en esos tiempos idos!

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